Cuando por fin sentí, la soledad fulgurante, el silencio abrazador, cuando ya no había más nada que esperar de la vida, justo cuando quería que todo acabara; ella tocó a mi puerta, y yo, chica tonta, ingenua, la dejé entrar cual caballo brioso, por mi alma. Repetidas veces susurraba a mi oído cosas maravillosas, de inigualable belleza, que un hombre sin masoquismo, aceptaría con total gusto. Me acariciaba, rozaba hasta el último centímetro de mi piel, extrañada, extasiada, por su cercanía; me hacía estremecer; decía 'me necesitas, aquí estoy'; y yo fascinada, caí como como una infantil florecilla que muere al nacer. Al poco tiempo de tenerla, de hacerla mía y de unirme a ella por todos los medios posibles, sentí como mi corazón, bola de fuego moribundo, se apagaba, dejaba de latir; el aire se volvió denso en mis pulmones; el agua, amarga en mis labios; la luz ardía en mis ojos; y en ese momento, sólo en ese instante, tomó mi rostro entre sus manos, y, en lo que fue un segundo, nuestros labios, que como el fuego y la pólvora, se unieron en un beso voraz, fugaz, y divinamente mortal...
Marie C.
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